Artículo de Carlos Javier Galán publicado en ¿Hay Derecho?, 26.12.10
En estos días, tras la toma de posesión del primer Gobierno presidido por Mariano Rajoy, la atención periodística se centra fundamentalmente en las personas que se han hecho cargo de cada cartera ministerial. Pero quizá fuera oportuno fijarnos también en las cambiantes denominaciones y competencias de los Ministerios en nuestro país.
Respecto al ejecutivo precedente, el actual reduce las Vicepresidencias de dos a una y, aparte de variar denominaciones, integra Administraciones Públicas en Hacienda, fusiona Educación y Cultura, y suprime Ciencia e Innovación, para distribuir su cometido entre otros departamentos.
Es el gabinete más reducido de la democracia, con 14 miembros, incluyendo al propio Presidente. Hasta la fecha, ese título lo ostentaba un Consejo de Ministros de Aznar con 15, mientras que el máximo correspondía a un par de Gobiernos de Suárez que contaron con 24 integrantes.
Sin embargo, un número menor de carteras no refleja, por sí solo, una austeridad real. El ahorro que acarrea prescindir del titular de un Ministerio no es significativo si en la práctica se mantiene la estructura y, como es frecuente, una similar cifra de personal.
Lo que, de forma indudable, sí comporta un repetido gasto, es la propia variación de la estructura gubernamental. Cada cambio de denominación en un Ministerio implica sustituir los rótulos exteriores e interiores en todas las dependencias (sede central, departamentos y organismos adscritos, y administración periférica del Estado en cada provincia). Exige el cambio de nombre e imagen corporativa en la web oficial, en todo el material de papelería interno y externo, en los folletos informativos y publicaciones, y en los impresos oficiales que se utilicen en los distintos trámites administrativos. Si el cambio comprende, además, una variación competencial u orgánica –por fusión o división de Ministerios, o por asignación de áreas de uno a otro- normalmente será necesario un cambio de adscripción de funcionarios, mudanzas y traslados, así como la adaptación de los procesos administrativos en papel y telemáticos, operaciones que cabe suponer que conllevan un elevado coste, en muchos casos perfectamente evitable.
En su primera campaña electoral, Zapatero prometió que el Ministerio de Interior se denominaría de Seguridad y que el de Fomento pasaría a ser de Infraestructuras. En cuanto tomó posesión de su cargo como Presidente del Gobierno, comunicó que posponía tales cambios sine die para evitar “gasto innecesario”, aplicando criterios de “ahorro” y de “ejemplaridad”.
Poco duraron tales criterios. Durante los siete años en que estuvo al frente del Gobierno de España, Educación tuvo tres denominaciones y asignaciones competenciales diferentes, Trabajo tuvo dos y Agricultura también se vio afectada por un cambio de denominación en el último ejecutivo. Pero, sobre todo, introdujo dos nuevos Ministerios: recuperó en 2004 el de Vivienda, desoyendo a quienes cuestionaban el sentido de otorgar ese rango a una competencia ya transferida a las Comunidades autónomas, y en 2008 creó el de Igualdad, una cartera que, en lugar de estar destinada a un área competencial en sentido estricto, respondía a una aspiración que debe estar presente en la acción de todos los departamentos (la inexistencia de Ministerios específicos de Libertad o de Solidaridad no significa necesariamente que el Gobierno renuncie a promover tales valores). En 2010, el mismo Presidente que había defendido a capa y espada, frente a las numerosas críticas recibidas, la existencia de ambas carteras ministeriales, las suprimió sin mayor consideración.
El artículo 98 de la Constitución deja abierta la composición y estructura gubernamental, pero a mi juicio parece estar apuntando a una reserva de Ley, en sentido formal, al asegurar que “el Gobierno se compone del Presidente, de los Vicepresidentes en su caso, de los Ministros y de los demás miembros que establezca la Ley”. Lo cierto es que tal decisión se fue produciendo siempre por la vía del Decreto durante la etapa de UCD. El Gobierno del PSOE, primero mediante el Real Decreto-Ley 22/1982, de 7 de diciembre, de medidas urgentes de reforma administrativa y luego, en 1983, con la Ley Orgánica de la Administración Central del Estado (LOACE), pareció querer fijar una estructura estable, pero pronto cambió nuevamente de criterio a través de Leyes de Presupuestos, reiterándolo después en la Ley 42/1994 de medidas fiscales, administrativas y de orden social.
Finalmente, en 1997, la Ley de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado (LOFAGE), en su artículo 8.2, estableció que “la determinación del número, la denominación y el ámbito de competencia respectivo de los Ministerios (…) se establecen mediante Real Decreto del Presidente del Gobierno” y la Ley del Gobierno incluyó en su artículo 2.2.j) como facultad del Presidente la de “crear, modificar y suprimir, por Real Decreto, los departamentos ministeriales”.
Parece razonable que se pueda adaptar el número, denominación y competencias de los Ministerios ante una realidad social y política cambiante: hoy la Innovación en general (Investigación, Ciencia, etc.) tiene un peso del que carecía hace décadas y, sin embargo, ya no necesitamos un Ministerio específico para negociar con la CEE, como existió antes de la integración en lo que hoy es la Unión Europea. También resulta comprensible que se pueda modificar la estructura por fundadas razones de coordinación de políticas. Pero lo que no parece muy defendible es que, después de más de treinta años de democracia, no hayamos llegado a determinar, por pura experiencia práctica, dónde es mejor que se ubiquen las competencias de Deportes (que tan pronto están en Cultura como en Educación o las tiene el propio Presidente) o las de Turismo (que ganan y pierden cada poco tiempo rango ministerial, y que han pasado por Transporte, por Industria o por Comercio), por citar sólo dos ejemplos. Tampoco se entiende muy bien que un mismo Presidente del Gobierno vaya cambiando de criterio varias veces en escaso tiempo respecto a cuál es la estructura más adecuada para su ejecutivo.
Si no se quiere fijar la composición por Ley, sí convendría apelar, y más en época de austeridad, al menos a la coherencia de un mismo Presidente e incluso a un cierto consenso entre los dos grandes partidos, para que, sin caer en una rigidez excesiva, sí se eviten estas constantes modificaciones, algunas veces justificadas, pero a menudo tan incomprensibles como costosas.